lunes, 29 de octubre de 2007

Historia de la Foto "3"

A pesar de las advertencias de su abuelo, Andrés había tomado una decisión, compraría el Buick año 69, que José, su “socio” en el taller mecánico en el que trabajaba, vendía por 10,000.00 pesos.

Todas las tardes, la llegada de Andrés a casa, era anunciada por el susurro oxidado de las bisagras que apenas sostenían la doble puerta de madera. A pesar del esfuerzo diario, nunca había cruzado, ni cruzaría por su mente, la idea de venderlas; “a mi no me corresponde esa tarea”, se decía con rigor. Su valor era incuestionable, más aún, después de las numerosas visitas de anticuarios que, durante sus años de “prepa”, recibieron. A pesar de las imprecisiones sobre su fabricación, conservaba en su memoria un orgulloso “1824” que resonaba en el fondo de su memoria, con la voz inquebrantable de su abuelo. Los terremotos y temblores a los que había sobrevivido la casa, dejaron por huella una ligera inclinación que las empujaba espontáneamente contra las paredes cubiertas con las baldosas que, según su abuela, formaron parte de uno de los tantos lotes de azulejos traídos desde Puebla por la Quinta Condesa del Valle de Orizaba, vendidos a su tatarabuelo por un contrabandista, durante la misma época en la que habían mandado a hacer las puertas.

Andrés vivía entre anécdotas similares bautizadas con los nombres y apellidos que dejaron el centro para vivir en la entonces naciente Colonia Roma; las puertas de los Casanova sobre las que ahora comían los quién sabe quiénes, o el mismo solar en el que ahora trabajaba, el cual, por obra del deterioro multifamiliar, había dado paso al taller que él y José habían abierto después de titularse como mecánicos automotrices.

Pasaron dos años antes que pudiera poner en marcha nuevamente el Buick 69 y dos años más para restaurar e instalar las piezas originales que conseguía domingo tras domingo en los almacenes de autopartes de Ixtapalapa o en internet. Una vez hecho esto, los asientos no fueron problema, aunque sí, más costosos de lo que tenía previsto. La pintura tuvo que esperar el paso de la temporada de lluvias, pero una vez finalizada, se despidió de su juguete para recuperarlo un par de semanas después.

El día que finalmente decidió sacar el coche del taller, tuvo suerte. Dejó atrás República del Salvador sobre Aldaco, en dirección al Teatro de las Vizcaínas hasta encontrar San Jerónimo, entonces cruzó a la derecha e incrédulo notó el espacio disponible frente a las altas puertas de madera iluminadas por el sol ya en retirada. Era viernes, al día siguiente, después de desayunar, llevaría a Rafael y Leticia a conocer la Colonia Roma.

domingo, 28 de octubre de 2007

Foto "3"

No recuerdo si hacía frío, pero seguramente era una mañana fresca. Esperaba a Alfredo en el cruce de Sonora y Chapultepec, junto a una taquería cuya fachada siempre permanecerá en mi memoria como uno de esos objetos con los que se establece un vínculo de familiaridad a pesar de la falta de una historia “real” que la posibilite.

No esperé mucho. Su bicicleta era una herencia que hablaba de un “pionero” del ciclismo de montaña en Venezuela. Emprendimos el camino al centro sobre la recién inaugurada “ciclopista”. Cualquier cosa de la que pudiéramos conversar era bienvenida; hasta entonces nos unía una sincera declaración de buenas intenciones, debida, en buena medida a Nella, quien nos presentó a través de un blog en el que intentamos establecer un diálogo literario a distancia, tres venezonalos, un ecuatoriano y una mexicana.

La primera parada fue pocos metros después de la Glorieta de Insurgentes, justo frente a un parque que ocupa el lugar 18 del mosaico de fotografías verticales. Continuamos sobre Chapultepec hasta llegar al eje central, sobre el que seguimos en dirección a primer cuadro. A mitad de camino decidimos cruzar a la derecha y perdernos entre las calles del centro histórico.

En una calle que lleva al Teatro de las Vizcaínas encontré varias ventanas y balcones. Entonces, los recolectaba con la esperanza oculta que alguna de ellas se abriera y revelara la respuesta a las preguntas que ni siquiera había podido formular. En esa misma calle encontré la tercera foto del “mosaico vértical”: una puerta doble de madera, cerrada y obstaculizada por un coche azul.

He hecho un recorrido infructuoso por páginas de coches tras la pista del modelo. Me hubiese gustado dar una referencia exacta y con base en ella, elaborar una historia de aquel coche oculto en la penumbra que el árbol al costado de la puerta, concedió a la foto. Pero no lo he logrado, al menos no ahora; lo que me decepciona un poco, pues en el modelo de ese coche descansa la historia de esta foto que permanecerá encerrada en la preguntas que apenas me atrevo a hacerme sobre ella.

Alfredo y yo improvisamos el camino, guíados por las escenas que esperaban por nosotros. No recuerdo si desayunamos, no recuerdo dónde finalizó el recorrido, ni siquiera puedo recordar el camino de regreso, aunque seguramente nos despedimos en la misma esquina en la que nos encontramos.

domingo, 21 de octubre de 2007

Foto "2"

San Miguel de Allende es un pueblo verdaderamente pintoresco y justamente por ello, testigo de la presencia de los gringos en México. Su casco histórico más que fascinante, revela el intenso flujo de moradores foráneos y turistas que habitan todo el años sus angostas calles, adornadas por decreto patrimonial de la nación, con fachadas que cubren la gama de los "colores populares” mexicanos.

La convivencia me ha permitido concluir que hace algunos años, “lo mexicano” se puso de moda entre los mexicanos, hecho que obligó a los “recreadores” de la alta cultura a reapropiarse del folklore, estilizarlo y revenderlo al mejor postor. Incluso Corona, la marca de cerveza, cuya campaña (para México) lleva las tradiciones mexicanas a los más recónditos lugares bajo el claim “la cerveza mexicana del mundo”, retoma este gesto ideológico a través de una operación de reapropiación de lo mexicano, análoga a la que arquitectos, diseñadores gráficos, de moda e industriales, han usado para la elabroración de objetos decorativos típicos de los estratos altos de la población.

Antes de continuar, quisiera dejar claro que mi intención no es la de denunciar tales mecanismos como formas de dominación o de la intrusión perversa en las cadenas de producción urbano-rurales que hacen posible la exportación de una imagen homogénea de México al resto del mundo; mi intención aquí es confesarme víctima de dicho entramado de marketing cultural.

A quienes me han visitado por tiempo suficiente, los he llevado a “San Miguel” y puedo asegurar que a quienes me visiten por tiempo suficiente los llevaré, porque “San Miguel” es uno de los productos mejor acabados de la mexicanidad contemporánea. Casas coloniales vestidas de toda la línea de pinturas Comex invitan ineludiblemente a posar junto a una ventana o a todas, en mitad de la calle siempre que la calle se cierre en perspectiva detrás de ti, en la terraza de un restaurant con precios dolarizados o en la plaza, rodeado de Mariachis auténticamente desafinados.

Se comprenderá que ante tanta expresividad cultural, no es posible evadir la tentación del obturador. Así fue como tomé la foto "dos" del mosaico “vértical”. Con simplicidad anodina, la foto muestra la esquina de una casa colonial pintada con dos colores. Si la mirada decide recorrer la calle en dirección a la derecha, se encontrará con una puerta de madera, que hace bien en mantenerse cerrada. Pero si la mirada decide recorrer la arista que se levanta hacia el techo, el observador encontrará el signo de lo colonial, ladrillos despintados que atestiguan el carácter original de la construcción, además la conducirán a la cornisa del techo, apenas sugerida y también despintada. Y sobre ellos, qué podría haber distinta a un cielo azul postal.

Foto "1"

Después de un recorrido de casi 60 kilómetros en bicicleta a través de la montaña, llegamos a nuestro destino final. Alrededor de las 3:30 de la tarde de un sábado de mediados de 2004, bajábamos por las calles empedradas de Tepoztlán despidiéndonos de algunos del grupo que decidieron obviar la comida que aguardaba por nosotros en el mercado y regresar a “México” (la ciudad).

Gaby, quien me invitó al paseo, era mi guía. Bajamos de las bicicletas y comenzamos a caminar entre la gente que paseaba por la calle tomada con motivo de quién sabe qué festividad.

Pasamos junto a un escenario cubierto con un largo toldo improvisado, el público esperaba el siguiente espectáculo y mientras lo hacían, algunos niños subían y bajaban de él con un desparpajo provocador que me invitó a tomar algunas fotos y a ellos posar con disimulo ante mi cámara. Seguimos y a los pocos metros, encontramos una de las capillas de Tepoztlán.

Una vez que se recorre México, se aprende que estas capillas (que bien podrían pasar por la catedral de Caracas) abundan, pero entonces, yo no conocía mucho más allá de los límites de la Colonia en la que vivía y las avenidas que debía atravesar para llegar a mi trabajo, por lo que las paredes avenjentadas en las que vestigios de pintura cedían su lugar a los hongos verdiazules, me sedujo. La luz no me ayudaba, tuve que recorrer la fachada varias veces en búsqueda de los rastros de luz obstaculizados por la montaña que hacía unas horas me había conducido hasta allí. Miré hacia arriba y encontré el campanario y la ahora pequeña torre, bañada de una tímida luz que me permitiría fotografiarla.

El encuadre final que atestigua la primera foto del mosaico de fotos verticales, incluye un poste de madera que antepone sus cables a la cruz que corona la cúpula y entre las nubes, en la esquina superior derecha, el cielo azul.

El diálogo entre la torre y el poste y no aquella primera vez en Tepoztlán es la historia de esta foto. Torre y poste, acompañantes silenciosos, testigos mudos de los cambios e intentos de “modernización” de Tepoztlán, hermanos de tierra y quizá hijos de la misma sangre, devotos de los mismos santos y leyendas mestizas que se posan a la fuerza sobre sus epidermis; par desapercibido ante los ojos de quienes recorren las calles de Tepoztlán en búsqueda de un poco del misticismo que impone el Tepozteco, contiene esa pequeña e íntima historia que contiene el resto de las sesenta fotos de mis mosaicos.

El diálogo entre postes y edificios unidos por obra del diseño urbanístico o su ausencia, fueron recurrentes en las fotos que tomé recién llegado a la Ciudad de México, siempre contradictoria y atrapada en el cableado aéreo que la alimenta, pero probablemente se trate de una reminiscencia de Choroní, pueblo en el que la madeja de cables cruza en todas las direcciones posibles en búsqueda de una casa sobre la cual posarse.

Mosaicos

Hace unos meses acompañé a Marcela a una tienda de muebles llena de curiosidades para la casa. Su mirada de diseñadora, atenta y escrutadora, me mantendría allí más de lo que estaba dispuesto al llegar; por lo que, ante los vanos intentos de apresurar a Marcela decidí entregarme al ocio y hurgar entre los estantes llenos de relojes de pared, ceniceros, vasos, tazas, tacitas y tazones para el cereal, portarretratos y clips para fotos, en los que me detuve. Ya había leído algo de ellos en lomographics.com, pero nunca había tenido el gusto de verlos personalmente. Sin pensarlo, compré dos cajas de cien clips cada una. Después de tanto tiempo acumulando fotos, podría elegir algunas y encontrarles lugar en las blancas y vacías paredes de la casa.

Ya en casa, tomé de la caja en las que esperaban impacientes el fin de mi desidia, las que más me gustaban y permanecí el resto de la tarde del sábado sentado en el piso moviéndolas de un lugar a otro, experimentando con sus posiciones junto al resto, para finalmente obtener dos mosaicos, uno de veinte y cinco fotos verticales y otro de treinta y seis fotos horizontales.

La disposición de las mismas fue aleatoria; todo lo aleatorio que me permitieron sus colores y nada más. Lugares, recuerdos y temáticas fueron hechos a un lado sin remordimiento alguno.

Al observar cada una de las fotos puedo recordar, con más o menos nitidez, pero claramente, el momento en el que las tomé. Y ahora, mientras escribo esta cuartilla y las observo una y otra vez, asumo que no sólo evocan mi “estar” allí, en aquel lugar y en aquel tiempo; también atestiguan un recorrido imaginario al que no quisiera adjudicarle un inicio y un fin, porque en cada una encuentro una historia, una pequeñísima historia que es esa foto y sólo esa, que seguramente vive en una mayor que no bautizaré con ningún nombre pues, apenas comienzo a pensar en ello y siendo honesto, la idea de escribir de ellas como un mosaico no me atrae tanto como la idea de escribir de cada una.

De manera que sin quererlo, he encontrado sesenta y un cuartillas que esperan por ser escritas y que para beneplácito de Alfredo, me mantendrán distraído de las reflexiones explícitamente narcisistas que han sido hasta ahora las cuartillas escritas.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Escribir es orar

¿Rezaba en las noches antes de dormir? Si alguna vez lo hice, no lo recuerdo. En su lugar, recuerdo a mi madre acercarse y hacernos repetir lo que hoy me parece el estribillo de una canción infantil, “angel de la guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche, ni de día”. Pasó el tiempo y la cercanía se ensanchó; sin cruzar el umbral de la puerta, veía su sombra repetir para sí misma la oración con la que ponía fin al día. En ocasiones, cuando no escuchaba sus susurros, observaba con disimulo el movimiento de su brazo derecho dibujar, una o varias veces, la señal de la cruz y si mi disimulo era insuficiente, decía, “César, es tarde, duérmete”.

Ya mayor, mi abuela pasaba algunos fines de semana en casa. Sábado y domingo, transcurrían entre síntomas imaginarios, su olvido (llegada la hora de la comida) y largas letanías oficiadas desde el sofá de la sala. Comenzaba con un murmullo que a oídos ajenos, podía parecer producto de una memoria caduca, pero progresivamente, su voz se imponía al tiempo y lo que antes parecía hermetismo, se convertía en una nítida sucesión de peticiones hecha desde la torre de una mezquita. Sus palabras resquebrajadas dejaban ver una demanda de atención conmovedora, matizada con frecuencia por la retahíla de peos, sí, peos, con los que marcaba el compás de su rezo. Más allá de la teatralidad de aquella escena, Lastenia oraba, oraba fervientemente de la misma manera que Gisela dibujaba en el aire.

La fe en las palabras, en los gestos, quedó grabada en mi memoria y quizá es esa misma fe la que persigo cada vez que me siento frente al teclado.

En Latinoamérica, la palabra no compromete, sólo forma parte de una puesta en escena que conduce a un desenlace premeditado y rezar no escapa de esta sentencia, excepto en los momentos que son nuestras palabras y no las de otros, las que se despliegan frente a la incertidumbre, pues es esta, la incertidumbre, la que descubre nuestra fe o su ausencia.

La incertidumbre desatada por las líneas no escritas, hecha ansiedad por el tiempo, no encuentra la fe desde la cual, las cuartillas escritas dejarán de ser un ejercicio de esperanza.

Marcela (la amiga) me dijo hace ya un par de años que había perdido la fe. Quizá tenga razón.

lunes, 15 de octubre de 2007

¿"Autosabotaje"?

La continua evocación de lo “aún no escrito” (“las líneas por seguir”) y su relación con el texto en proceso de producción (“lo hasta ahora escrito”), ha sido el recurso del que me he valido para darle curso a los tres arrebatos que conforman el contenido de este incipiente blog.

Hablar de ello, puede generar confusión si no se considera que este blog es un trabajo "terapéutico-literario" que rastrea en mi experiencia un tono, una estética extraviada en la vida cotidiana. Pero, para quien escribe, revelar una clave de lectura de este texto que conforman las “cuartillas” escritas, significa un intento de cohesión (externa) de las mismas.

¿Qué cohesiona, o mejor, qué cohesionará las cuartillas “por escribir”?, es la pregunta que, apresurada, se impone al curso del texto amorfo que es “hasta ahora” sólo una cuartilla.

Las implicaciones de tal pregunta, además de inoportunas, pasan por alto, la única regla no escrita del blog: una cuartilla al día, o si se prefiere, a la vez. En ningún momento tampoco se ha escrito: el tema será este o aquel. En su lugar tampoco se escribió que escribiría de lo que el día o la “vez” dictara. De manera que escribir las reglas no escritas, resulta ser una indiscreción conmigo mismo, pues se detiene con preguntas a quien se dispone a dejarse llevar por el azar de la imaginación, o la experiencia cotidiana (tal como lo hacen quien-sabe cuántas personas en sus blogs). ¿Acaso es esto lo que algunos psicólogos han acordado en llamar autosabotaje?

De acuerdo con el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, “sabotaje” significa: “oposición u obstrucción disimulada contra proyectos, órdenes, decisiones, ideas, etc.”. Para efectos de “lo escrito” (nótese, “lo escrito” una vez más), el valor de esta definición, recae sobre la palabra “disimulada”. Es el disimulo el que acompaña a la obstrucción en el nacimiento del sabotaje, dicho de otro modo, la obstrucción no vive por sí sola cuando de sabotajes se trata. Es ese disimulo autocomplaciente, el que seguramente notaron los psicólogos al bautizar algunos actos de sus pacientes como autosabotaje, el mismo disimulo autocomplaciente que matiza las tres cuartillas (y ahí va nuevamente) “escritas hasta ahora”. El tono nostálgico, la referencia al pasado como recurso, es, para mi propia decepción un lugar común en mi escritura y es quizá este lugar común el que me mantiene paralizado.

A ver qué dice José, mi psicólogo.

domingo, 14 de octubre de 2007

Reflejo

Esta cuartilla está escrita desde el miedo que mi estomago atestigua. Trae consigo el recuerdo de los ataques de pánico que comencé a padecer casi un año después de mi llegada a México. Mi rostro insinúa un llanto leve y mis manos contienen un temblor imperceptible que he evadido desde hace una año. La angustia por la líneas que seguirán, es otra y me empuja lentamente al umbral oscuro de la habitación en la que permanecí durante casi dos años, el cuarto oscuro en el que escribí los telegramas.

Bebo un trago de cerveza con la esperanza de apaciguar los latidos de mi estomago. Pero insiste y comparte su miedo conmigo. La tentación de desviar la mirada me conduce a las tareas del día y de pronto lo único que que deseo es sentir el calor de una mirada cercana mientras leo en voz alta lo escrito hasta ahora; y llorar, llorar entre línea y línea para así, poder mirarme al espejo.

Miraría mi pelo, mi barba, quizá el color de mis ojos; mi nariz, mis labios, la forma de mi rostro y reconocería en ella el rostro de mi infancia, el rostro de una foto de mi infancia; pero no me veo, no lo hago por temor a encontrar el rostro de otro.

Mi cuerpo se paraliza. He comenzado a dejar de sentir mi estomago y una ligera sensación de alivio toca mi frente alejándome del espejo, mientras mi estomago, mudo, me observa. Aún es un buen intento.

Permanezco quieto, el teclado ha vuelto a ser el que era y mi reflejo en la pantalla se desvanece junto con mis fuerzas. No encuentro la silla en la que estoy sentado. Deambulo dentro de mi en dirección contraria a la puerta de la habitación. No puedo acercarme más, no puedo volver a ella y verme tirado en la cama que me acogió durante tanto tiempo y sin embargo, lo hago.

Sentir me ha cansado. Me ha dejado escuchando el ritmo de mi respiración y como si se tratara de un gran logro, descanso, descanso en mi, en un lugar en el que sólo yo me encuentro y al que los invitados no pasan.

Escucho un televisor encendido. Sonidos de una multitud se pasean por el patio, rozan el cristal imaginario que sostiene el marco de la ventana, como si rozaran mi piel. El aire, sabio, alimenta mis pulmones y recuerdo el día que tomé la decisión de seguir.

viernes, 12 de octubre de 2007

Mordiendo las nalgas

Y si, ¿llega el día en el que "sólo una cuartilla" es insuficiente? Crearía un nuevo blog, pero ¿qué titulo tendría? (“Y sin querer comenzó a escribir la segunda cuartilla, quizá, sólo quizá, para protegerse del día siguiente”).

Me sincero. Lo último que deseo en este momento es imaginar títulos al azar… Pero la tentación se ha vestido seductoramente y por pequeñísimos instantes me parece que quiero morder las jugosas nalgas de la mujer en la que se ha transformado la luz de la pantalla.

Releo, rastreo en mis propias palabras el puente hacia las siguientes líneas reprimiendo el reto, postergando la decisión. Comienzo a angustiarme y pienso que escribir es esconder la sensación de angustia entre palabras. Me detengo y me pregunto nuevamente por lo que seguirá.

Me convierto en un niño orgulloso que ha decidido no aceptar el reto. Me mantengo de pie, estoico, lleno de deseo y curiosidad frente al juego que se desarrolla ante mis ojos. El niño que soy ahora, es el mismo que he sido al comenzar ingenuamente esta cuartilla, sin duda soy una víctima del orgullo infantil (pero, ¿acaso hay otro?). Pero quiero seguir y decido observarme, evitar las distracciones que me hagan olvidar el orgullo que me mantiene aquí, de pie, estoico, lleno de deseo y curiosidad por el juego que ha comenzado sin que lo notara, todo, por escribir.

¡Qué ocurrencia esta de jugar a ser el niño estoico que desconoce las reglas que el mismo se ha impuesto. Vamos, vamos, falta poco!

He vuelto a ser yo y escribo de esta experiencia que es describir el mundo interior que se niega a sí mismo. Abandono el juego y me presento una vez más como el escritor de un blog que nació temiendo su caducidad. "Un título, sólo uno". Pero no, el niño observa con expresión inquebrantable. Lo miro a los ojos y me silencia una vez más. “¿Mañana?” Y mantiene su silencio. ¿Quién ha hecho pasar a este niño? ¿Por qué no dejarlo afuera? Su curiosidad no es salvoconducto, podría encontrarse en peligro y su orgullo le impediría notarlo. Nadie responde. Surge entonces una pintura surrealista en la que me observo observando a este intruso que se ha instalado como un accesorio más de la casa.

Encenderé un cigarro. El último antes de ir a dormir. Sólo llegan títulos que no serán escritos, por lo que no queda más que comenzar el final de esta cuartilla. No quiero usar el mismo recurso, así que seguiré hasta que…

Solo una cuartilla

Una vez más es viernes. Una vez más la semana ha pasado casi imperceptible; escurridiza se ha colado en mi memoria de manera indolora.

Su aburrimiento casi me toca, casi me alcanza; una vez más estuvo a un paso de distancia, pero el viernes llegó una vez más, lúcido, advirtiendo con un susurro la cercanía del lunes.

Mientras tanto, mi memoria dormirá incómoda entre recuerdos impertinentes que no paran de hablar de una vida que se escurre entre días de la semana llenos de tareas.

Me duele la espalda, pero todavía debo escribir hasta completar una cuartilla, “sólo una cuartilla”, inmerso en la ansiedad desencadenada por las líneas que aguardan por ser escritas en algún lugar de mi cuerpo.

Enfrento entonces el primer blanco y pienso en lo que podría escribir, mañana. Cada idea descartada, descubre una nueva línea que me atraviesa imaginariamente, desnudando mis brazos.

Pequeños párrafos se abren camino a pesar del peso muerto de tantas imágenes encadenadas irremediablemente, a pesar e la espesura de las palabras, de la niebla densa que impide ver hacia delante.

Repentinamente me encuentro en un juego vacuo, sin sentido aparente más allá del mandato: sólo una cuartilla.

¿Cuánto falta para pasar a la siguiente página e ir a dormir? ¿Reduciré el tamaño de los párrafos y así alcanzar el punto que me permita enfrentarme a uno nuevo?

Una cuartilla es igual a tres cigarros, 12 intentos de enojo, 36, no, mejor treinta y seis minutos de contacto obligado con el que quizá sea mejor abandonar, 28 formulaciones de la misma pregunta y un ligero asomo de honestidad.

Cinco líneas más y habré terminado con la angustia. Cuatro líneas más para jugar y engañarme, cuando no engañar a quienes leen, quiénes quiera que sean. Dos líneas en las que se me va la vida, porque al terminar volveré a ser el mismo que comenzó. Una línea y habré dado el salto a este ejercicio sin retorno.